10 años de reconocimiento a los lectores voluntarios de la Fundación Alfredo Harp Helú
Museo Infantil de Oaxaca
Había una vez un niño muy inteligente que no quería leer ni que le contaran cuentos. Se llamaba Halim, un nombre árabe que significa apacible. El niño tampoco quería oír hablar de magos, brujas, unicornios, princesas, odiaba a los niños filósofos que paseaban por planetas, a los ladrones de tesoros, a los animales parlanchines, y mucho más al Comelibros. No soportaba eso de “Érase una vez” o “En un país lejano” y lo peor era el “colorín colorado”, se ponía verde de coraje cuando alguien osaba mencionarlo.
Su mamá estaba preocupada:
-Hijo, no seas así, me preocupa tu imaginación, cómo vas a poder expresarte sin conocer muchas palabras, cómo comprenderás el mundo sin los libros, tu vida puede ser más triste que la de la pobre cerillera.
Pero a Halim, lo que decía su mamá, le tenía sin cuidado, prefería apoltronarse en la aburrición de la tele.
También sucedió que don Miguel no podía vivir sin compartir su amor por la lectura, iba por las calles con su libro y se ponía a leer como merolico. Algunos lo tachaban de loco, otros lo escuchaban y los más se quedaban boquiabiertos. Luego se dirigía a una escuela y ahí los niños salían corriendo a abrazarlo porque ya lo esperaban con ansias. Sinceramente, al director le caía gordo, porque los niños jamás lo habían estrechado ni remotamente con cariño. Los niños se quedaban sentados muy callados y escuchaban atentos la lectura, se veía cómo imaginaban intrigados las aventuras narradas. La maestra también sentía envidia porque ella siempre tenía que gritar: “silencio niños, silencio, voy a empezar mi clase” y a los chamacos les costaba un trabajo tremendo mantener la boca cerrada.
Don Miguel se sentía orgulloso de su nombre, pensaba que el nombre era destino y que él provenía de la estirpe de Cervantes, era también un quijote. Así, muy erguido, continuaba su camino por la vida y visitaba el hospital de la niñez oaxaqueña, se colocaba su tapabocas, tocaba el cristal y los pequeños que recibían quimioterapia lo esperaban como si fuera su hado madrino. Él no llevaba regalos, sólo palabras de los cuentos y eso era precisamente la mejor medicina que necesitaban esos niños. Era verdad, salía de ahí con el corazón un poco apachurrado, así que en busca de una sonrisa, iba directamente al asilo de ancianos, donde lo recibían con besos y abrazos. Los viejitos lo rodeaban con ternura y él sabía cómo agradarlos: “Érase una vez...” y con esas palabras mágicas, volvían a ser niños otra vez, podían viajar a los lugares más fascinantes y desafiar los peligros más tenebrosos. Los ancianos se llenaban de fortaleza, constantemente sonreían y por un momento del día se sentían acompañados. Le agradecían a don Miguel con una mirada cariñosa o palabras de afecto y él siempre estaba invitado a compartir un pastel para celebrar a un nonagenario.
Hasta que un día, la madre que Halim empezó a tramar un plan. Cada vez que se miraba en el espejo veía a don Miguel embelesar a sus escuchas, su corazón palpitaba de esperanza. La pobre lo llegó a confundir con el genio del cuento de Aladino. ¿Cómo podía entrevistar a ese señor?... ¿Tendría alguna pócima para que su hijo se interesara por las letras?...
Pues bien señores, el milagro sucedió. Doña Angustia sacó a Halim de su casa, el chamaco llevaba las orejas de aburrimiento y sus ojos llorosos de tanto ver televisión. Se dirigió a la calle de Alcalá y ahí, en la librería Grañén Porrúa se topó con el artista lector. Para entretener a Halim, lo dejó en una heladería y fue corriendo con don Miguel, le contó su problema y él, con una amabilidad sorprendente, le confirmó su expectativa: que sí tenía el remedio para la apatía de la lectura, que le llevara a su hijo.
El niño sólo de atravesar la librería, se enronchaba, pero a su madre no le importó, entró con el niño hasta la sala de literatura infantil y ahí se sentó frente a don Miguel que miraba atentamente la estantería. El niño se rascaba la panza y la cabeza y la señora le dijo: “Don Miguel, ¿no tendrá usted una medicina para las ronchas de mi hijo?” Y él contestó: “Sí, claro, tengo una muy efectiva”. El niño pensó que sacaría alguna pomada o un bote con agua oxigenada, pero no, don Miguel tomó un cuento y, como él era capaz de llevar la esperanza a las personas más decepcionadas, lo contó al revés, de atrás para adelante y así fue el colorín colorado de esta historia que cambió el rumbo de Halim hacia la luz de las letras.
María Isabel Grañén Porrúa 4 de diciembre de 2018